El silencio de los inocentes
Soy un presagio, un mal crónico que te sube hasta más arriba de la coronilla y te desnuda aquellos pensamientos que jamás pensaste que saldrían a la luz. Soy como el programa de farándula que te acecha todos los días a la hora del desayuno (para quienes no madrugan), o mientras esperas comprar el bono en el centro médico, de esos programas que te llenan la cabeza de estupideces para absorberte el raciocinio sin anestesia, sin glamour, sin arrepentimiento alguno, pero con belleza, de aquella belleza clásica -o no tan clásica- pero que se homogeiniza en el contacto con los otros. Nunca me vas a distinguir si me pillas caminando, porque estoy cerca, siempre rondando, como una profecía que se guía por instinto y aparece según el clima que haya en la ciudad en la que comparecemos cada día en la micro, estudiando, sacándonos los ojos por comprar primero queso en el supermercado, en ese rincón de Fiambrería que aborrezco incluso más que el rincón o pared del pan, porque al menos las personas esperando el pan caliente son animales asumidos, que te empujan y te golpean por comer ese cuerpo sagrado simbólico del Cristo que cuentan que aparece en algunos o todos los episodios de la Biblia. Porque no soy tu génesis, ni tu salvación, sino el presagio que circunda tus horas oscuras, cuando me observas (y sabes que me observas) y me obsequias las ironías que necesito, que me hacen recapitular y confirmar que no eres un semidiós esperando ascender al Olimpo, porque El Olimpo siempre ha estado presente, con numeración, con una calle de cemento, con bazares, con fotocopiadoras, con botillerías, con locales de pollos asados, de completos, de hamburguesas, de todas aquellas cosas que puedas imaginarte y que existen, y que se ríen de las divinidades que no puedes burlar porque eres el único que no goza de libertad condicional, porque tu sangre está manchada de un virus incorpóreo, que asume tu cuerpo con elegancia, con la forma de tus ideas, y que mientras más evitas menos perdonas, más deshumanizado te vas poniendo, y más te rodeas de ese academicismo que me oprime hasta decir basta, de esa autorreferencia que nos acongoja a todos los que alguna vez te miramos, te oímos, te dimos una sentencia de fin con sonetos de amargura reciclada, de aquella amargura que no es realmente eso, sino lo otro, no lo opuesto, lo otro, simplemente lo otro.
Al lado del recorrido nuevo la caravana de la muerte nos sonríe abiertamente, nos seduce, nos irrita con sus coronas de flores. Arriba del auto, un anciano nos mira con todas las arrugas a cuestas, sin pensar que su mirada nos fulmina, nos arruina o nos conecta con ese imaginario que tenemos de la edad avanzada, de qué haríamos con la muerte tan cerca, sobrecogiéndonos, achichándonos incluso físicamente sin que podamos escoger la planta de los pies, sino los zapatos, que a los 50 ya no serán zapatillas, sino stilettos, simulando altura, simulando seguridad, simulando que no le tememos a ser como el anciano, simulando que no nos dio pena ver a un hombre o una mujer vendiendo puzzles a dos por quinientos en la micro, ni que nos pusimos a llorar cuando se subió un tipo y, guitarra en mano, entonó una canción que no escuchamos porque sonaba mejor Michael Jackson en el mp3, o mp4, y que sacamos una moneda y la ponemos en sus manos, como si él no se diera cuenta que no lo habíamos escuchado, que todo era caridad, que las monedas de sus manos eran el reflejo de una sociedad turbia, podrida, marchita, llorona. Y todos los billetes están sucios, y todas las monedas son hipócritas, y putas, y estúpidas, y los políticos nos dieron tarjetas para olvidar el dolor de los bolsillos vacíos, y hasta las tarjetas ensuciamos con frustración por no tener saldo suficiente para subir dignamente por delante, y no evadir suciamente por atrás, con las miradas de la gente clavándote por todos lados, porque tú, un igual, un pobre, un desgraciado, no pagó, y ellos sí, y tú no, y de aquí somos otra historia que muere por ser contada, pero que no se contará, porque igualmente algún día se va a escribir, con o sin el mismo narrador.
Presente/ausente
Porque ella le dijo
Te quiero mandar un mail muy extenso, donde cada párrafo te cuente cómo de pronto el mundo se manda a cambiar y me deja a solas con el pc. Y te imagino, de cerca, de lejos, sonriendo con esa sonrisita maquiavélica, donde tus ojos se achican un poco para dejar paso a esa nariz un poco animalesca, donde tus dientes se asoman lo preciso como para imaginarlos desnudos en un beso donde nuestras lenguas se mezclen y nos hagan emular cada porción del paraíso que existió alguna vez en nosotros. Y dejaría la vida en ese mail, que nunca llegaría a ser escrito por puño y letra, ni impreso, o quizás ni siquiera leído porque probablemente estoy en el spam, por más que dijeras que te gustaba que yo te hiciera cariñitos con las letras. Probablemente te referías a las letras que conjugaban mis ojos, mis manos, mi boca. Porque dudo que dentro de ti haya residido esa capacidad poética o intelectual tan exquisita, como la que tenían los malditos griegos muchas veces en sus textitos tan trascendentales y tan banales tratándose de ti. Porque en realidad nunca tuviste esa sensibilidad que yo hubiera querido, donde me hubieras entendido cada pasito que daba saltando, callando, bailando, rabiando. Aunque quizás por eso te llenaba siempre de besos redundantes, porque quería que siempre lo entendieras de todas las formas posibles. Que eres exquisito, exquisito. Que sería un gusto para mí comerte a besos un par de veces en la vida. Pero mi propuesta fue un poquito indecente, o demasiado decente, no sé, no sé, en realidad contigo nunca se sabe, nunca se supo ni se sabrá, si te colmé o me colmé yo, o si ambos o ninguno se colmó. Lo más probable es que a veces te hayan dado ganas de revolcarte con otra cabeza más fácil, que se quedara callada más tiempo. Yo te entiendo, es que a veces hasta yo quisiera estar con otra, porque es terrible, terrible decidir si quiero dos y media o tres cucharadas de azúcar. Depende del vaso, claro está, pero hay vasos que tienen esa medida estúpidamente bizarra, donde no puedes calcular si quieres más o menos. Yo creo que eso me pasó, y que eso me sigue pasando. Me cuesta calcular. ¿Será por mi inclinación humanista? Porque por más que lloro, río, analizo, no sé cuál es la medida perfecta que le viene a mi altura, digamos que es una confusión que no se aclara porque quizás no hay en el mundo una reciprocidad como la que a mí me gustaría. Y entre esperar y no esperar, supongo que prefiero la segunda, aunque me quede muchos días con la primera. Y es que con o sin carita linda no hay escapatorias de este tipo, porque entre sí y el no hay tanta, tanta distancia, que si tuviera que decidir ahora ya, diría ¿ah? y perdóname, pero ¿cuándo ha sido esa una respuesta? Porque yo sabía, te prometo que sabía argumentar hasta que te vi de nuevo y me dije: ¿es necesario responder? y me dejaste con la boquita estirada, porque de seguro ni notaste la diferencia entre pedir y no pedir un beso. ¿A ti nadie te enseño a leer rostros? Yo diría que tu encanto no radica en nada que puedas controlar, y eso, eso es lo terrible que tienes, que cuando te mueves una musiquita muy encantadora te acompaña, pero no sabría describir cuál es. Es como si quisiera emular a otro con tu mismo perfume. No sabría distinguir si es o no imitación de Hugo Boss o el perfume que sea que uses y que te impregna el cuello, el pecho y hasta ese caminar digno, dignísimo que de seguro he buscado por las calles con la siguiente pregunta: ¿sería usted capaz de llevarme de la mano? y nunca he esperado una respuesta porque nunca he preguntado, en realidad.
y él, obvio, no supo qué responder, pero buscó en el spam el famoso mail por si las moscas, sin obtener más que el audio constante en su cabeza de lo que nunca llegó a leer, ni imprimir, ni nada, nada.